Bretón entusiasmado
No se puede hablar con un asesino que está más contento con la charla que tú, y sobre todo no se puede inferir de su entusiasmo cuatro razones peregrinas y obviar la que está a la vista de todos, que es la de seguir torturando a su exmujer


Mi problema con el libro de Luisgé Martín sobre José Bretón es que, cuando el autor le escribe a la cárcel para sugerirle la idea, el asesino de Ruth, de seis años, y José, de dos, responde: “Me entusiasma tu propósito”. Ese era un momento extraordinario para abandonar el libro si lo que se quería era hablar con Bretón y nada más que con Bretón. La mejor manera de entrevistar a un asesino es convencerlo; la peor, que el asesino, con la orden de no comunicarse por ningún medio con su víctima, estuviese esperando la entrevista como agua de mayo. No se puede hablar con un asesino que está más contento con la charla que tú, y sobre todo no se puede inferir de su entusiasmo cuatro razones peregrinas y obviar la que está a la vista de todos, que es la de continuar torturando a su exmujer desde prisión después de matar a sus dos hijos, cumpliendo aquello que anunció el comisario de Córdoba a Marlasca y Rendueles en el libro Territorio Negro: “Cuando nadie se acuerde ya de él, contará con todo detalle lo que hizo con los niños. Y lo hará, como siempre, para hacer daño a Ruth”. Algo diferente sería que, con la declaración de Bretón, el autor emprendiese un tour de force que abarcase todos los detalles, y todas las voces, del crimen (amén de lo sustancial: avisar a la víctima y que esta no se encuentre de golpe en los periódicos los detalles del asesinato de sus hijos contados, vaya por Dios, por su asesino, con frivolidades tales como que los mató “por impaciencia”). Por eso producen cierta irritación esas comparaciones con Capote, Lagioia o Carrère: Martín tuvo fácil lo que suele ser más difícil, contar con la confianza del asesino, y prefirió no aprovecharla. Dedicar tiempo y recursos para levantar una obra colosal, que la había. Y cumplir así el único propósito moral que un autor debe tener al recibir la primera carta de Bretón: que a Bretón, acabado el libro, no le entusiasme ya tanto la idea. Que su declaración fuese contrastada, confrontada y rebatida, y el relato armado con todos sus pliegues. De tal manera que el resultado no sea presentarlo como un monstruo, que eso le da igual, sino que ese monstruo no tenga acceso a su víctima a solas, empaquetado en las páginas de un libro, sino debidamente, escrupulosamente acompañado.