Contra las bebidas energéticas
La juventud bajo el reinado del anabolizante, pese a tener un universo a su disposición, no debería renunciar al criterio propio


Cuando uno ve las estanterías de las tiendas de ocasión repletas de las mal llamadas bebidas energéticas comprende muchas cosas. El mundo es en cierta manera el producto de lo que beben sus jóvenes. Ha habido épocas en las que la Coca-Cola representaba la conquista de un espacio idealizado, edulcorado y algo cursi. La chispa de la vida reflejaba una inocencia fabricada al gusto de la cultura del sueño al alcance de la mano. Al costado quedaba una tradición familiar del vino en porrón con gaseosa, cuando los chicos se hacían mayores a golpes de comunión y se fumaban los primeros cigarrillos en la boda de un primo con la aquiescencia de los mayores. Luego empezaron que si las sales minerales para una juventud sudada y falsamente sana, las sangrías y el calimocho cuando las fiestas regionales imponían su obligatoriedad. Y ahora nos hemos instalado en las bebidas energéticas, esas que tienen en la lata pintadas las llamas de un tubo de escape de moto tuneada. Las bebidas energéticas responden a una era en que hasta la diversión es una forma de trabajo regulada y el culto al dinero se ha cambiado por el culto a la criptomoneda. En el reinado de la cocaína no resulta raro que estas bebidas, más que reconstituyentes directamente constituyentes, hayan seducido a los jóvenes. Aún más en una época en que la juventud se extiende exactamente hasta los 43 años de edad.