El ruido: una plaga española
El desprecio al silencio devalúa la música, daña el debate, expresa nuestro desdén por el espacio compartido
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Los españoles creemos ser más cainitas, más dejados y más envidiosos, pero lo único que nos diferencia de otros países es que somos más ruidosos. El ruido es un romance nacional, como prueba el hecho de que tenemos tantas palabras para fiesta —jarana, parranda, juerga, cachondeo— como los esquimales para la nieve. No niego que, a lo largo del tiempo, ha habido un silencio a la española. A veces, tan hermoso como el “maravilloso silencio” del que habla el Quijote, la quietud de las clausuras o la hora sagrada de la siesta en el verano. Otros silencios son más tristes: el de los pueblos que ya no tienen escuelas, por ejemplo. O el silencio que sigue a la tragedia: “Pueblo viejo de Belchite, / ya no te rondan zagales, / ya no se oirán las jotas / que cantaban nuestros padres”. Incluso ese “¡a callar he dicho!”, de Bernarda Alba, que nos recuerda tantas épocas en que callado uno estaba más tranquilo. Pero no nos engañemos: por cada procesión del silencio, tenemos mil mascletás, y el “vagón silencio” del AVE bien podría llamarse “vagón utopía”. ¿Quiere usted reconocer a un grupo de compatriotas desde lejos? Son esos que parecen estar peleando.