El secreto de la eterna juventud empresarial: así son las empresas españolas con más de 100 años

En el mercado sobreviven algunas compañías centenarias que han sabido adaptarse a los cambios e innovar, esquivar la tentación del excesivo endeudamiento y evitar el cisma de la sucesión

Mar 15, 2025 - 13:00
El secreto de la eterna juventud empresarial: así son las empresas españolas con más de 100 años

El primer botellín de Estrella Galicia se envasó en 1906, el año que una bomba envuelta en flores pudo borrar del mapa a Alfonso XIII el día de su boda, 25 años antes de huir tras la proclamación de la Segunda República. La primera vez que alguien se llevó a la boca una galleta Gullón, era su madre, María Cristina, la que regía el país. Cuando en un taller de Albacete se forjó la primera tijera Arcos, el trono estaba ocupado por Felipe V, familiar de Alfonso y primer rey Borbón. Las referencias más tempranas de las bodegas Codorníu datan del reinado de Carlos I de Austria, casi 60 años después del inicio de la colonización de América. Puede que las empresas centenarias en España no sean muchas, pero en conjunto han visto ascensos y caídas de dinastías y reyes, repúblicas, guerras, pandemias, dictaduras, democracia, burbujas hipotecarias y de ladrillo que salpicaron todo al explotar… Y quizá su longevidad, y la de otras como ellas, sea el pequeño milagro de un tiempo en el que las empresas viven rápido y mueren jóvenes —la supervivencia media apenas es de 8,43 años, según un estudio elaborado por Cepyme—sin dejar un cadáver bonito.

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Los botellines que trajo un emigrante

Imagen histórica de la fábrica en A Coruña de Estrella de Galicia.

Escribió Castelao en una de sus estampas que en Galicia no se pide nada, se emigra, y eso fue lo que hizo José María Rivera, nacido a mediados del XIX, en plena adolescencia después de que sus padres hipotecasen parte de sus propiedades para pagarle el pasaje al otro lado del Atlántico. Pasados los años regresó con dinero americano y unas cuantas ideas en el bolsillo, y en 1906 abrió La Estrella de Galicia, la cervecera en la que hoy ya camina la quinta generación. “Todavía no me eches, que todavía me queda un rato aquí”, dice con humor Ignacio Rivera, presidente ejecutivo y bisnieto del fundador, sobre el relevo generacional. Van a cumplir 120 años, pero se sienten modernos; dicen haberse marcado un propósito ambicioso, pero encararlo desde la humildad. 
Los botellines de Estrella Galicia —y los vinos, aguas, zumos y demás productos que completan su catálogo— se abren camino en España y el extranjero, manteniendo sus raíces en A Coruña, donde la compañía ha construido una segunda planta, con una primera fase de 400 millones de litros de capacidad productiva. “Y que todavía tenemos cancha para ampliar”, apunta el presidente. Los Rivera quieren que su cerveza sea la craft “más amada” con impacto positivo dentro y fuera del país y están en proceso de internacionalización. “Creo que es la cosa más difícil que hace una compañía”. Hasta el momento, la corporación, que acaricia los 1.000 millones de facturación, ha crecido de manera principalmente orgánica: “Y ahora quizás nos estamos planteando si podemos ir un poquito más rápido vía compra inorgánica. Y eso quizás sea una novedad en el plan”. 

Un olor a galleta que impregna todo un pueblo

A la localidad palentina de Aguilar de Campoo, a mitad de camino entre Santander, por donde entraba el azúcar, y los mares dorados de trigo que chocaban con el cielo en Tierra de Campos, se trasladó el confitero zamorano José Gullón a finales del siglo XIX. Allí, en 1892 fundó la fábrica de galletas que lleva su nombre y una de las que inundaron el pueblo con el olor de este dulce. Ni la guerra ni la escasez posterior pararon las máquinas de Gullón, que en los años cincuenta comenzaron a producir galletas maría, tostadas, barquillos, etcétera. En los ochenta, las integrales inauguraron una de sus líneas estandartes que hoy incluye, entre otras, galletas sin azúcar, sin sal o sin grasas saturadas, y que está impulsando su crecimiento en el extranjero. 
“Seguimos en la categoría de galletas, pero ni qué producto hago ni cómo lo hago tiene nada que ver”, dice sobre la evolución Paco Hevia, director corporativo, que resalta también la importancia de la innovación. “Invertimos el 2% del beneficio siempre en I+D”, asegura. En Gullón, que cerró 2024 con una facturación de 690 millones y 2.100 empleados, tienen claro que las empresas que se centran en las personas tienen mayores probabilidades de vivir más. “Lo que te hace durar ciento y pico años es, oye, no solo gano dinero, sino que genero empleo local, cuido bien al proveedor, no contamino el pueblo… Eso es lo que hace que la sociedad vea que eres una compañía responsable y que merece la pena que continúes con tu actividad”. 

Telas resistentes a base de crisis

Imagen de la firma Aznar Textil de 1881.

Casi 68 metros de piqué de pelo superior por 142,40 pesetas. Con esta primera venta, Aznar Textil echó a andar como almacén de telas en 1881; hoy es un fabricante de tejidos de decoración que factura unos 13 millones de euros. Entremedias, la vida misma: en 1934 entró en suspensión de pagos, dos años después fue nacionalizada y en 1957 la riada del Turia en Valencia la cubrió de agua. “Y ahí la empresa también continuó con la ayuda de trabajadores, proveedores y de todo el mundo”, cuenta su director ejecutivo, Eduardo Aznar.
A finales de los setenta se centraron en el textil de hogar y dieron el salto al diseño y fabricación de ropa de cama, una línea que más tarde abandonaron para enfocarse en su producción actual. “En el año 1979-1980, vendiendo mucho aquí en España y en regiones, empezamos a exportar, cuando no era necesario”, cuenta Aznar sobre otro de los momentos que marcaron el camino de la compañía, cuyo negocio exterior supone el 65% del total. La empresa sigue siendo familiar, una naturaleza que el directivo relaciona con un capital paciente y arraigo local, y a base de superar crisis ha hecho de la resiliencia y persistencia parte de su ADN. “Creo que eso es lo que nos diferencia de otros, pero luego el mercado te pone al día, se olvida si la empresa tiene 100 años o no”, apunta Aznar. “Lo que quiere es tener un proveedor fiable, que innove, que sirva, que esté ahí. Y al final es mezclar lo bueno de la longevidad con la innovación”. 

Templo de peregrinación para los golosos

Fachada de La Mallorquina en la calle Velázquez de Madrid.

En la desembocadura de la calle Mayor en la Puerta del Sol, La Mallorquina lleva 130 años viendo cómo Madrid cambia a su alrededor. Los tres fundadores, oriundos de la isla balear, abrieron las puertas de la pastelería en 1894 en otra localización cercana, pero no tardaron en mudarse. “Después, en el año 1939-1940, por ahí, la cogió mi abuelo con su íntimo amigo Honorio Gallo”, recuerda Ricardo Quiroga, en una pequeña sala donde se oyen las charlas y el sonido de los cubiertos de dentro y se ve la vida precipitarse fuera.
Los camareros ya no llevan frac ni venden fiambre, pero en el obrador y en los mostradores frente a los que se arremolinan numerosos clientes aún hay espacio para merlitones y bartolillos, clásicos que coexisten con nuevas propuestas. En esta convivencia reside la fórmula para cumplir otros 100 años: “Irnos adaptando a los cambios sociales que puedan venir sin perder la esencia del negocio”, dice Quiroga, que antes de tomar los mandos hace una década se curtió en el mundo de las multinacionales. Con una visión de negocio más amplia y una forma de gestión diferente, la compañía —con 150 empleados— ha dado un paso más. “Estamos dando una vuelta totalmente; pasando de lo que era una pastelería a ser una empresa”, asegura. “Antes era impensable abrir una sucursal en otro sitio que no fuera la Puerta del Sol, y hemos abierto tres”. 

Cuchillos albaceteños y unos guantes de boxeo

Cuchillos de la empresa Arcos.

Llegado el momento y echando mano de una afición juvenil, Gregorio Arcos puso sobre la mesa del consejo de administración unos guantes de boxeo. “Si os peleáis, peleáis dentro, pero en cuanto salgáis por la puerta tiene que estar todo claro”, dice Roberto Arcos, su nieto y codirector ejecutivo de la compañía de cuchillos nacida en 1734, sobre el significado de aquel gesto. La lección de su abuelo venía de atrás, de cuando a principios del siglo XX disputas internas desangraron el catálogo empresarial de la familia. Con esta lección aprendida, Arcos afronta el presente y futuro apoyándose, entre otros aspectos, en un sistema fuerte de valores: “Sobre todo hay uno que muchas veces lo definimos con muchas palabras, pero que es más sencillo de lo que parece: el sentido común”. 
La generación actual trabaja sobre seis pilares, entre los que están la sostenibilidad, la digitalización y la mejora continua. De la mano de la de sus padres y tíos llegó la tecnificación, y de la de su abuelo, la internacionalización, dos momentos clave en el devenir de la empresa. Y aunque sus productos estrella viajan a diferentes destinos, su origen no es negociable: “El 100% de los cuchillos los hacemos en Albacete”, apunta. “Partiendo de ese principio fundamental es como escalamos todo lo demás”. La compañía, que cuenta con otras dos áreas de producto, dedicadas a la cocina y la mesa, facturó 38,6 millones en 2024.

Una vida entre alfileres

Imagen de uno de los productos  de Folch. 

La pasión se cuela en cada palabra que Josep Maria Folch dedica a los alfileres, un mundo al que su tío abuelo abrió la puerta en 1924 con Metalúrgica Folch, que sigue dedicándose a su fabricación. “Somos únicos en España”, asegura. Durante años, la compañía, que llegó a dar trabajo a más de 120 personas a mediados del siglo pasado y hoy factura alrededor de un millón de euros, fabricó diversas referencias, pero en los ochenta apostaron por especializarse. “Nos ha venido muy bien dedicarnos solo a un producto, porque realmente cuando te dispersas no mejoras”, dice Folch. Este año comenzarán también a producir cintas métricas y dedales. 
La compañía, proveedora de Inditex y Mango y en la que trabajan unas 15 personas, fabrica alrededor de 25 toneladas de alfileres en su sede de Montbrió del Camp, Tarragona, donde convive maquinaria comprada con propia. “Las máquinas de hacer alfileres, una cosa que hoy en día casi es inaudito, las hemos construido nosotros”, apunta el gerente. “Eso nos ha permitido durante mucho tiempo desarrollar un know-how particular”. Tener 100 años es una suerte de demostración de que la empresa sabe hacer las cosas bien, aunque siempre hay hueco para seguir avanzando. También de la mano de las nuevas generaciones. “Es ingeniero también y aportará toda la parte electrónica e informática, que es el siguiente cambio o revolución que tenemos que hacer”, dice sobre su sobrino, ya en las filas de Folch.