Hamlet, príncipe de Dinamarca (que no de Groenlandia)
Declan Donnellan dirige una versión descarnada y patética de la tragedia, donde la soledad del príncipe se ve acentuada por la ausencia de Horacio
Qué haría Hamlet, o usted mismo, si se le apareciera su padre difunto, en carne y hueso? La reacción más humana sería, probablemente, tocarle, para cerciorarse de que es real, y abrazarle acto seguido, como hace el príncipe danés en este montaje de cámara tan europeo, tan de ahora mismo, dirigido por Declan Donnellan y estrenado anoche en los Teatros del Canal. Hamlet es, por antonomasia, el hijo agraviado, la víctima indirecta de un crimen horrísono cometido por su tío sobre la persona de su padre, rey de Dinamarca. De un día para otro, el joven e idealista heredero a la corona cae en la cuenta de que ese refugio seguro que debiera ser su familia es, en verdad, un nido de víboras. Lo que le mueve no es tanto la sed de venganza como el afán de conocer la verdad y el desasosiego producido por la pérdida de confianza en su entorno. ¿Cómo sentirse seguro si incluso Rosencrantz y Guildenstern, sus camaradas, le traicionan por un puñado de monedas?