La mirada del otro cuando se tiene cáncer
Los lectores escriben sobre la superación de la enfermedad, la guerra de Gaza, la política de Trump y la memoria histórica

Recuerdo el primer día que salí a la calle con mi pañuelo en la cabeza, bajar sola en el ascensor y respirar tranquila por no haberme tropezado con ningún vecino en el portal. Era difícil, con mi nuevo aspecto, cruzar casi a diario la calle de Héroe de Sostoa. Sabía si una persona me había reconocido por el gesto rápido de sorpresa y tristeza que veía en su rostro, aunque mirase rápidamente hacia otro lugar con respeto (“esa mujer es la que siempre iba con esos dos niños pequeños, pobre”). No me lo tomaba a mal, por supuesto, y agradecía su disimulo. Al año, con algo más de pelo, cruzando nuevamente la misma calle, empecé a notar que me sonreía gente que no conocía; sus fatigados rostros de repente se iluminaban; entonces sabía que era porque me habían reconocido (“esa es la mujer que tuvo cáncer, qué alegría verla tan bien”), a lo que yo respondía con una sutil sonrisa que les decía: “Gracias, lo sé”.