La teoría del Madrid muerto
La ciudad se ha convertido en un espejismo sin interacción humana, un sistema nervioso formado solo por transacciones monetarias


Algunas noches, cuando paseamos al perro, Guillermo y yo nos fijamos en la cantidad de luces encendidas en los edificios de nuestro barrio, más allá de la M-30. Siempre son muchas, y en algunos bloques, todas. Cuando eso sucede lo celebramos porque quiere decir que ahí viven personas, y que están aburridas en el sofá o decidiendo qué cenar. Comenzamos a buscar rastros humanos en las ventanas nocturnas cuando vivíamos en Miami, donde rascacielos enteros se mantenían casi vacíos durante gran parte del año. Cuanto más lujoso era el edificio, más grande y oscura era la mancha que recortaba sobre el mar nocturno. Imaginábamos a sus dueños, fondos de inversión incorpóreos, o ultrarricos internacionales, calculando que no les merecía la pena alquilar esos apartamentos, abriéndolos solo durante la feria de arte Art Basel para volar después a otra propiedad similar en Nueva York, París o Londres. Ese Miami era una ciudad rica, y muerta. En comparación, Madrid nos parecía la ciudad más viva y divertida del mundo. Pero ahora, años después de nuestra vuelta, algunos barrios de Madrid, y de Barcelona, y de Málaga, y de muchos otros lugares, también están muertos. Llevan tiempo estándolo. Según la asociación de vecinos de Sol y Huertas, en la plaza de Santa Ana quedan una veintena de vecinos y en los alrededores de Canalejas, ni eso. Alguien duerme por allí, sí, pero acaban de llegar o están yéndose ya.