‘The White Lotus’, o la identidad como espejismo incontrolable
La tercera temporada de la serie de Mike White sigue golpeando a la sociedad contemporánea desde un paraíso aparente, elevando la apuesta cada vez y constituyéndose en un género en sí mismo, juguetonamente perverso, y delicioso
Mike White es un genio. Al final de la segunda y brillante temporada de The White Lotus (Max), con la inesperada muerte del carismático personaje que interpretaba Jennifer Coolidge, Tanya McQuoid —tan fuera de lugar en su propio ambiente que era uno de nosotros al otro lado de la pantalla—, se temió lo peor. Esto es, que sin el personaje que había hecho de vínculo entre una y otra temporada, sin el personaje que se había convertido en el alma de la serie, la cosa perdiese el interés, al perder lo que se creía que era su espíritu. Nada más lejos de la realidad. Porque fue el espíritu de The White Lotus el que engendró a Tanya, y al resto de huéspedes, tan perfectos, tan poderosamente humanos, complejos, absurdos, falibles y despiadados, que el viaje, siempre, a cualquier resort del mundo, es un placer, y no precisamente por lo idílico del lugar. Aunque también. Porque The White Lotus es ya un género en sí mismo. Uno juguetonamente perverso, delicioso.