Una sociedad de alcohólatras: ¿por qué el abstemio es el raro?
El alcohol se idolatra y a él se le encomienda a menudo la fluidez en nuestras relaciones sociales, apunta el profesor de Filosofía Vicente Ordóñez en un ensayo del que ‘Ideas’ adelanta un extracto

Chupar, pimplar, escanciar, tomar un trago, empinar el codo, mojar el gaznate o pisar el corcho son, antes que hechos fortuitos, hábitos determinados por las relaciones sociales entre sujetos y por los organismos en los que aquellos despliegan sus acciones. Aquí, “determinados” no ha de tomarse por sinónimo de decidir algo, sino por el de forzar la voluntad de alguien para que “decida” qué hacer. ¿Qué tipo de agente externo tiene esa capacidad impositiva con la bebida? Más que un agente, son una serie de tropos jurídicos, económicos y culturales de consecuencias imprevistas: difícilmente se tolera el que un miembro de una tribu, marca o clan no respete las reglas consuetudinarias que rodean al alcohol, que son muchas, ciertamente, pero también exigen, fuerzan y hasta obligan a renunciar a tantas otras. Y nótese de paso que la situación de quien se pilla una curda apenas deja rastro y ni se le censura ni sermonea, pues lo paradójico está en que se le acoge por derecho en el seno de una comunidad que ve, de esta suerte, refrendados los lazos de pertenencia al grupo. Ante esto uno se pregunta: el temor a una ley no escrita que impele a los miembros de un colectivo a actuar según normas impuestas por la ebriedad, ¿sugiere una predisposición marcadamente positiva en todo aquello que huele a alcohol? Probablemente. El alcohol estrecha los vínculos entre los miembros de un grupo. La borrachera coral une: la ebriedad asocia a los que beben en común en una suerte de complicidad secreta pero generalizada y consabida.